
Es más o menos el título con el que Kant, filósofo de mi predilección, nombró su ensayo sobre estética y moral.
Pienso en esas líneas porque justo ahora me encuentro en la complejidad de tratar de poner en palabras el efecto que la arquitectura de este alucinante edificio provoca en el ojo, en el alma. Y que con un profundo contenido neoclásico, invita a la sobriedad, a la calma, a la solemnidad. Y al silencio.
Dos conceptos vienen a mi mente. Lo bello y lo sublime. Kant, distingue con maestría entre ambos sentimientos. Honestly speaking, a mi me cuesta un poco más de trabajo.
Siempre he pensado en lo sublime como algo extraordinario, inhabitual. Pero hay algo de inexacto en ello, porque son sólo palabras que se pueden definir como algo fuera de lo normal o de lo que no ocurre con cotidianidad.
Por otro lado, este Museo Nacional de Arte, es en sí mismo un conjunto de componentes en el que todo parece fluir con más que naturalidad, destinados a escenificar la más perfecta de las armonías artísticas.
Lo cierto es que es difícil describirle. Tan sólo sugiero disfrutarle mediante la contemplación detenida y minuciosa. En mi caso, tratando de capturar ciertos espacios como la escalera principal, de belleza indefectible, de un gótico exquisito que casi corta la respiración.
O los ventanales, un aspecto fundamental de la energía del recinto (y es que tengo una especial debilidad por la luz) que ocupan un lugar privilegiado y no sólo cumplen con su función esencial de iluminación sino representan un icono que evoca lo accesible, lo transparente.
A la altura de las grandes galerías de corte internacional.